Fedra | Jules Dassin (1962)
CRÍTICASLA VACILANTE AJENIDAD DE LOS DIOSES
(sobre un film de Jules Dassin)
por Román Ganuza
Phaedra
Jules Dassin
Grecia/Francia/USA, 1962, 115 minutos
“Los que identifican el pasado con la muerte poseen
sin duda una visión ingenua, por no decir mezquina,
del hombre y de la historia”
JUAN JOSE SAER
Fue Hipólito, hijo del rey Teseo, aquel joven cuya persistente castidad ofendió a Afrodita, diosa del amor entendido como atracción sexual. Fedra, a su vez, esposa de Teseo y madrastra de Hipólito, sintió una ingobernable pasión por su hijastro, la cual mereció la furia de Artemisa, diosa de la virtud, protectora de Hipólito y su pureza. Fedra no supo ser prudente e Hipólito pretendió ser más que un hombre. Tuvieron ambos un mal fin.
En el atardecer del denominado siglo de Pericles (428 a.c.) Eurípides dio una segunda y definitiva forma a esta tragedia. En su desarrollo, Fedra se obstina contra el rechazo de Hipólito y, despechada, lo acusa ante Teseo de haberla seducido. (En la primera versión, Fedra confiesa abiertamente a Hipólito su deseo escandalizando a los espectadores). Aquí Teseo, convencido, maldice a Hipólito, quien muere destrozado por los caballos de su propio carro. La acción es presentada mediante contrapuntos entre los protagonistas principales. El coro, el corifeo, o los adivinos complementan la narración expresando una posición algo distante a los sucesos, más cercana a la del público o a la profecía.
Es interesante observar que Fedra se mueve entre imprecaciones de culpabilidad por no haber luchado contra esa pasión, y progresivas sentencias que la eximen por haber sido objeto de la irrevocable “cólera de una diosa” (Cipris / Afrodita). El camino de la reina deviene trágico. El drama girará en el tiempo hacia la protagonista femenina, porque su conflicto interno supera en interés al que sostiene con Hipólito. La obra tendrá una inusual vigencia. Será actualizada a través de grandes autores: Seneca (4 a.c. – 65 d.c), Racine (1639-1699) y Unamuno (1864-1936).
Coronará su suerte en el cine. Debemos a la inquietud de Melina Mercouri la versión filmada que dirigiera en 1962 su marido, Jules Dassin. La actriz, cantante, y dirigente política griega (ministra de cultura en 1981 bajo el gobierno socialista de Andreas Papandreu), es la inspiradora y principal protagonista. Siendo una atractiva figura femenina de la gran pantalla, optó sin reservas por la dificultad y la elevación. Fue Afrodita y también Atenea.
Encomiable es también la adaptación del drama. Toma la versión en la cual Fedra seduce en forma directa a su hijastro. El rol del rey Teseo, se tipifica en el exitoso armador griego Thanos, quien remite a uno de esos reyes no coronados de los 60 como Aristóteles Onassis o Stavros Niarchos. La sagaz alternativa queda en manos de Raf Vallone (el cardenal Lamberto del Padrino III), con aquel gesto histriónico radiante, satisfecho y sanguíneo. Vallone es un rey, un expansivo dueño de cosas y personas. El papel de Fedra, lo ejecuta Melina Mercouri, desde su inobjetable belleza madura alumbrada con notas polares. Es una diva inteligente y dramática. No menos acertada es la elección de Hipólito. Lo encarna Anthony Perkins, el Norman Bates de Psicosis. Inquietante, acentúa un péndulo de ternura y crueldad que se alternan frenéticamente. Justo para el rol, es un portador del desenlace.
Esta Fedra es una reina transitiva. Es la nueva mujer de Thanos, cuyo último barco lleva el nombre y –sin saberlo- también la suerte de su favorita. El filme comienza justamente con la impactante botadura del “Phaedra”. Dassin reemplaza los presagios con el hundimiento de la nave en la costa noruega, llevándose la vida de muchos tripulantes. El entorno físico del drama, incluso en blanco y negro, irradia la coloración de las insularidades griegas. Pequeños puertos, blancas casas acodadas sobre las entradas del mar. Con este fondo sensual y familiar a la génesis de la obra, los personajes avanzan hacia la catástrofe.
El encuentro entre Fedra e Hipólito se consuma en Paris, en un elegante piso de Thanos que vuelve a ausentarse por un viaje de negocios. Una vez solos, Fedra toma la iniciativa en una escena estilizada. La tormenta, un corte de luz, el hogar encendido, todo empuja a la complicidad de los amantes. Dassin resuelve la secuencia mediante un montaje que enfatiza la lluvia y el hogar a leña en contrapunto con delicadas tomas de los cuerpos. La secuencia sugiere el triunfo de los elementos, y el director sumerge a los protagonistas en ese influjo, tal como lo hace Eurípides respecto al humor de los dioses. Los caballos que mataron a Hipólito, galopan dentro de un formidable Aston Martin que Thanos, por mediación de Fedra, le compró a su hijo para que ocupe un resistido lugar de heredero industrial. Con ese trueno plateado, Hipólito/Perkins dará cumplimiento al designio. Vergüenza y culpa frente al repudio de su padre sustituyen a la mítica maldición. La obra es arquitectónica y minuciosa. En cada cuadro, en cada minuto, están presentes el plan y la pasión del director. La película ostenta, en palabras de Julián Marías, una “rara perfección”.
Luego de verla con atención, sería difícil no preguntame por el encanto de un tema tan indagado. Busco apoyos. El perturbador poder de la tragedia griega tiene en Nietzche un fundamento radical y proyectivo. Para su imperativa prosa de 1871, del espíritu trágico surge la bifurcación de un desarrollo histórico: Nietzche se pregunta: …“¿Griegos y la obra de arte del pesimismo? La especie más lograda de hombres habidos hasta ahora, la más bella, la más envidiada, la que más seduce a vivir, los griegos… ¿Cómo es que precisamente ellos tuvieron necesidad de la tragedia? “…La explicación, para el filósofo alemán, está la jerarquía del hombre antiguo, por cuanto su pesimismo denota valentía existencial, aceptación de una vida expuesta a determinaciones insondables. Lo cual no consigue postrarlo en el desasosiego. Compatible con su don festivo para templar la forma del cosmos, la noción trágica eleva la dignidad del hombre griego. El horror y embriaguez comparten su interioridad sin medirse. Jaume Portulas agrega: “Lo que otorga al héroe trágico la oportunidad de desplegar su heroísmo es precisamente la certidumbre de que este heroísmo será castigado, la certeza de su aniquilación.” La función pedagógica del coro (colegio de los ciudadanos) va en el sentido contrario, encarna la norma: “Los mortales deberían contraer entre sí sentimientos amorosos moderados, sin llegar hasta los tuétanos del alma, y los afectos del corazón deberían ser fáciles de desatar para rechazarlos o apartarlos”, le hace decir Eurípides a la nodriza. Dassin replica esta dialéctica mediada.
La tragedia como género puede ubicarse justamente en el umbral de la “polis”. Conserva del mito ese talle de ficción “inconsciente de serlo” (Cassirer). Funciona como creencia en el momento en que la estética y el conocimiento no sabían escindirse. Esta indivisión le procuraba a toda interpretación de la vida una índole artística inevitable. Un arte incontaminado que se deja respirar en el trabajo de Dassin. J. P. Vernant apunta que la tragedia era, simultáneamente, una función social. Arriesgo que aquellas primarias contradicciones tributaban a la creciente diferenciación entre mito y logos (razón), aunque en la tragedia antigua desfilen preservadas de la jerarquización posterior. El filme también refleja esta injerencia de lo no racional.
Si el mito es una afirmación de lo incomprensible y la polis una arquitectura de lo controlable, la tragedia pulsa esta tensión. El duelo entre irracionalidad y legalidad inaugura un espacio subjetivo. Allí convergen la apropiación conceptual y la pérdida vital. El discurso del coro empuja una vertiente que regirá en el futuro al derecho. La voz del héroe, en cambio, encontrará su continente en lo mistérico del mundo, arte o religión. Ahí está Dassin. No en la premura de la respuesta, sino en la primacía de la pregunta. El afán de ordenar la realidad atiende al íntimo desamparo, mientras que el reconocimiento de lo inexpresable implica una aplomada renuncia intelectiva. Nietzche verá en el tránsito de lo trágico a lo racional, una derrota de la vida. Añora en el origen de la tragedia los últimos latidos de la vida “intensa”. La ofensiva crítica que el filósofo equiparaba a la profanación, prefigura una humanidad minusválida, temerosa de vivir. Invoca ese espíritu perplejo y palpitante del género trágico, excelsamente renovado por el film.
Efectivamente la tragedia revela el nacimiento de una disposición que se desdobla. Vernant la vincula con “el sujeto responsable”, adquirente involuntario de una pertenencia abrumadora. Una norma común y una mayor carga de “deberes”. Un avance de lo extraño sobre su naturaleza. Nos dice al respecto: “En el nuevo marco del juego trágico, el héroe ha dejado de ser un modelo, se ha convertido, para él mismo, y para los demás, en un problema” Un crecimiento de lo interior a expensas de la cerrada comunión con el mundo precedente. La problematización del héroe.
La audacia artística de la dupla Dassin/Mercouri remueve disyuntivas de rango originario. Nuestra cultura tan solo reconfigura retazos de aquella luminosa sencillez. Dioses y héroes organizaban el mapa sin la pretensión de acallar la enigmática soberanía del destino. No deja de llamarme la atención un filme donde la tragedia fue cuidadosamente adaptada al presente. La conversión del mito en “problema” simula haberse extraviado en la multiplicación de las expresiones artísticas que históricamente la retrataron. Cambia incluso de género. Con el tiempo, la novela será por excelencia el ámbito de un sujeto en íntimo desacuerdo. Los trazos más fuertes de nuestra cultura me lo recuerdan de manera rotunda. “He llegado a ser un problema para mí mismo” dirá Agustín. Shakespeare sacudirá la profundidad de la ambivalencia humana y será por ello venerado en la tormenta romántica. Incluso el psicoanálisis elevará el consabido “problema” hasta la cima de su objetivación.
Pero a la tragedia como género se la supuso reducida a material de archivo. En nuestra posición, el trasfondo mítico se ha enturbiado. La propuesta implicada en la Fedra cinematográfica es la de reconocer un estado fundacional, que tuvo incalculable fuerza motriz. Se ha comportado como conflicto creador. Ha estimulado la promoción de reglas y la producción expresiva de las frustraciones humanas. Cuánto no se ha hecho o escrito con el ignorado designio de enmascarar la fuerza de lo contingente y la belleza de lo tremendo, en su privilegiado trueno despertador.
La tragedia pertenece a un tiempo donde es atinado profesarle obediencia a los dioses. Esto conduce a la cuestión de la propiedad de los actos. Es el nudo del meduloso estudio de Marta Nussbaum sobre la tragedia griega: ¿El amor de Fedra es una decisión ajena? Esta pensadora ataca la reducción del dilema trágico a “primitivismo moral” o condición pre-cultural. Coincido, ya que si bien a nuestra era resuelve la cuestión con los instrumentos que explican el surgimiento de lo impropio dentro de lo propio, como el caso de la psicología, a los griegos se les habilitaba una visualización nítida y artística de lo enajenante. Sin que por ello perdieran suspicacia. Homero en el canto I de La Odisea, le hace decir a Zeus: “…¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde…”
La clave del film es la idea de que aquellos temores tan íntimos de la vida expresados por la tragedia, no han declinado su acechanza. El mundo subjetivo se ha ido amplificando, pero no ha escapado nunca a la fragilidad de lo imprevisto. El amor y la muerte se siguen seduciendo. Retoman de tanto en tanto una danza sublime y terrible. De un modo implícito, también confiesa que la familiaridad de aquellos dioses y héroes tuvo reemplazos deficientes. Como afirma Vernant, Afrodita y Ártemisa eran símbolos tomados de la creencia popular que conducían rápida y directamente a la comprensión de las fuerzas básicas que movilizaban el drama. Vehículos del entendimiento.
Hoy necesitamos más para comprender menos. Tal vez los dioses griegos no han muerto y solo se encuentren proscriptos, como lo señalara Carl Gustav Jung. Se fueron convirtiendo en adjetivos sin que con ello se ganara gran cosa, afirmó el gran medico suizo. Cuarenta siglos después, es probable que estemos copiando una Grecia encriptada. Un denso tráfico de ilusiones tan funcionales como fugaces permite imaginar lo contrario. “Fedra” vertida en estas bellas imágenes, destello exquisito del espíritu trágico en su rara patria universal, vuelve a delatar el imperio de lo intramundano. Exhuma la sentencia de Schopenhauer: “El verdadero sentido de la tragedia es la profunda comprensión de que lo que el héroe expía no son sus pecados particulares sino el pecado original, es decir, la culpa de la existencia misma.”
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