JOHN WATERS: Un retrato
EFEMÉRIDESNos vemos en el infierno – John Waters.
por Mariana Petriella.
“Me encanta todo lo malo de EEUU y sobre eso hago películas” J.W.
De todas las cosas que me gustan de John Waters, creo que la que más, es su rendición ante las obsesiones. Su entrega a ellas, que no es otra cosa que una de las formas de la pasión, es incondicional. Tal vez, ese carácter obsesivo encuentre su forma más apasionada en el acto de narrar. Cuando le preguntan por su pulsión hacia la escritura (escribió todos los guiones de sus películas, varios libros, artículos periodísticos, escribe todos sus shows y actualmente se dedica a una novela) dice: “Para mí solo es otra forma de contar historias, que es realmente lo que amo hacer, no importa si es hablando, haciendo películas, escribiendo libros, lo que necesito es contar historias.”
Casi siempre enfundado en ropas Comme des Garçons, un rito de devoción hacia Rei Kawakubo, su diseñadora favorita y a quien reconoce como “su dios”, durante 2020 sorprendió protagonizando la campaña para otra gran firma de la moda, Yves Saint Laurent: su extravagante elegancia enmarca el típico gesto desencajado que luce cual modelo en el pulcro blanco y negro de las fotografías. También ha colaborado con el Festival de Cine de New York, en su edición número 58, donde presentó el afiche que le fuera encargado realizar: el breve espacio del póster bastó para desplegar su genio explosivo, disparando sendas burlas a la logística de los festivales, sobre todo, y al mundo del cine en general, a sus temáticas estereotipadas, a sus ataduras y clasificaciones, a todos sus clichés: “Dado que ninguna de mis películas ha sido escogida para estar en el Festival de Nueva York, me emociona que me hayan pedido el cartel de este año. ¡Siempre he sabido que iba a meter mi culo ahí de alguna manera!”.
En 2018, visitó el BAFICI, invitado para la presentación de una selección de sus películas en el festival, y para entregar un premio a Isabel Sarli, quien fue una gran inspiración durante la temprana época de cine underground (tanto para él como para su musa, Divine). Mantuvieron una charla que no tiene ni un minuto de desperdicio, desbordada por el encanto de ambos, donde además de ser sumamente hermoso y disfrutable el gesto de un cineasta norteamericano de la talla de Waters declarándose totalmente fan, siempre a los pies de ella, una actriz sudamericana que nunca fue a filmar a Hollywood -aunque tuvo algunas propuestas para hacerlo, por ejemplo de Robert Aldrich- también es sumamente interesante la reflexión acerca del absurdo carácter de la censura que ha perseguido a las películas de ambos, de la obsolescencia casi constante de la crítica, de lo acertadas y vanguardistas que fueron sus formas de posicionarse para hacer cine, sosteniendo la actitud desafiante, provocando en contextos tan limitados como los que les rodearon a lo largo del tiempo.
Unos años antes, en 2015, Waters había dirigido a un grupo de niños y niñas entrenándose en actuación: Kiddie Flamingos, una versión de Pink Flamingos (1972), su película más icónica, adaptada para una lectura de mesa. Pero desde hace varios años John Waters no hace películas porque, según ha dicho, el cine independiente ha cambiado mucho y se extinguió, ya no encontraría los medios para hacerlas, ni tampoco los circuitos adecuados para ellas. En su lugar, sale de gira para presentar su show de stand up, da clases magistrales por diversos lugares del mundo, visita festivales de cine, firma autógrafos a sus fans en los libros que se dedica a escribir. Dos de ellos han sido editados por Caja Negra, en la colección Synesthesia: Mis modelos de conducta (Role Models, 2010) y Carsick (2014). Claro que ambos tienen mucho que ver con su cine, sus influencias artísticas y con las obsesiones que atraviesan su vida. Están allí el “mal gusto”, solo posible de concebir si se conoce bastante acerca del bueno, la provocación, que hace temblequear hasta el más férreo sistema de valores de toda persona bien pensante, el punto de vista grotesco para situarse a mirar diversas situaciones de la realidad, muchísimas personas y personajes a las que Waters ha consagrado tanto sus films, como su escritura: “Personajes basados en la vida real, esa es mi especialidad”.
Lo cierto es que durante más de medio siglo la obra y la polifacética figura de John Waters ha generado impacto e influencias tanto en el cine como en la cultura pop y es una referencia obligada e indispensable para el desarrollo de la expresión queer.
Una atmósfera de continuo, potente y hermoso caos.
Las películas de su primera época tienen varias características que perduran en su cine posterior reelaboradas o estilizadas (la misma Divine de los inicios, en versión drag queen, de actitud punk, va cediendo paso a la ama de casa reprimida y resignada de Polyester o Hairspray pero no pierde su esencia desencajada). También ciertas ideas recorren desde los inicios, como peregrinas, toda su obra: “La gente que te rodea puede hacerte enfermar” dice el titular de un diario que alguien lee en Pink Flamingos y podríamos pensar que esa es la misma premisa que inspira Serial mom o A Dirty Shame, dos y tres décadas después, donde la conducta maníaca o el instinto asesino toman a los personajes en el contexto de una sociedad desde y para siempre enferma. Pero lo fundamental, creo, es el humor satírico para observar la realidad y luego representarla. Esa mirada sostenida se erige como su poética, a través de ella cuestiona su objeto representado y también su propia herramienta de representación.
Pink Flamingos -prohibida en muchos países o defenestrada por el quejido de la crítica- y Female Trouble (Cosa de hembras, 1974) se sitúan en el apogeo de su estilo trash, donde lo grotesco, la ironía corrosiva y el humor mordaz predominan en un lenguaje cuya voluntad mayor es la del absurdo. Ellas consolidan el universo Dreamland, la productora (también compañía actoral y especie de factoría artística) que había fundado Waters junto a varios amigos en Baltimore (su ciudad natal y omnipresente en su cine) hacia mediados de los sesenta: algunas de sus integrantes luego colaborarían en muchas de sus películas, como es el caso de Mink Stole, Mary Vivian Pearce, Cookie Muller o Edith Massey, tan excéntricas pero no tan divas como Divine, quien trabajó con él hasta su repentina muerte en 1988, formando un dúo perfecto de inspiración y creación: “el rey y la reina de la obscenidad” como solían llamarlos entre otros apodos.
¿Qué sucede al invertir los ideales de pureza y virtuosismo? Algo así está en el punto de partida de estas películas. Babs Johnson (Divine) lucha con el odioso matrimonio Marble (unos traficantes de bebés que encarnan David Lochary y Mink Stole) por obtener el título de “la persona más inmunda del mundo” en Pink Flamingos, film que invita a la relectura constante, tanto situaciones como personajes son llevados al extremo de la parodia y el absurdo. Female Trouble muestra a Divine en uno de sus mejores roles, como Dawn Davenport, una chica desenfrenada y punk, que decide huir de la vida en familia antes de enloquecer padeciendo la incomprensión de sus padres. La suerte no la acompaña y progresivamente se mete en problemas cada vez más turbulentos (pasa por todo tipo de contrariedades usuales para muchas mujeres incluso en la actualidad, como la discriminación, la violación y el embarazo no deseado, la maternidad solitaria, sin respaldo, la explotación y manipulación en trabajos donde le “lavan el cerebro”, la condena de la sociedad, etc).
Polyester (1981) es una de mis favoritas: presenta a Divine en un personaje mucho más apocado, Francine, una ama de casa desesperada capaz de despertar piedad, víctima del asfixiante modelo de vida norteamericano, que hace sucumbir a cada miembro de su familia (la crisis de la familia que se viene gestando desde los años sesenta adopta en el cine de Waters un reflejo estridente). Su fiel amiga Cuddles (Edith Massey) es la única ayuda visible en su horizonte de alcoholismo y ruina. Una trama plagada de situaciones insólitas, trabajadas siempre a través del ojo grotesco.
Fuera de su contexto original, encontramos a todas relevantes para varias discusiones políticas de la actualidad (las minorías podrían avivar las llamas de los debates con ellas, aunque fueron realizadas hace ya casi cuarenta o cincuenta años). Su actitud iconoclasta, es fundamental para comprender por qué no han envejecido ni perdieron su efecto abrasivo, su humor espeluznante, inteligente, demoledor y, por supuesto, moderno.
A fines de los ochenta, con Hairspray (1988), que es un éxito a lo grande y Cry baby (1990, uno de los primeros protagónicos de Johnny Deep), ya se ha atenuado el trash, sus películas adquieren una holgada aceptación. Aunque la postura crítica y destructiva hacia múltiples aspectos de la cultura de EEUU no decae, más bien se mantiene intacta, teniendo en cuenta que en ellas se lapida el racismo aparentemente inextinguible de la sociedad yanqui, la discriminación que pulula en todas sus formas, las rivalidades ridículas y los estereotipos surgidos en la cultura heredada de los pasados años cincuenta. Serial mom (1994) completa esta tríada, tal vez el más popular y exitoso de sus films. Además, durante este período -y en adelante- se suman figuras más conocidas del mundo del espectáculo como Iggy Pop, Debby Harry, la polémica Traci Lords o Kathleen Turner. Sucede con ellas que gustan masivamente, algo muy diferente a sus películas de la primera época, apreciadas por las minorías.
¡Haz buenas películas o muere!
Y hacia fines de los años noventa, tanto Pecker (1999) como Cecil B. Demented (2000) proponen posar la mirada sobre el mundillo del arte y la industria del cine, la inutilidad de sus circuitos de circulación, el azaroso intercambio con el público. Como siempre, sus visiones críticas están plagadas de humor. Podría decirse también que tienen cierto halo autobiográfico: Pecker (Edward Furlong) es un joven empleado de un pequeño bar de medio pelo, encantado en dedicar sus días a capturar al vuelo con su cámara personas y situaciones del mundo que lo rodea: Baltimore en todo su esplendor y caos. Se convierte en el fotógrafo preferido de una ambiciosa galerista neoyorquina (Lili Taylor) que inmediatamente quiere exprimir su talento y catapultarlo al éxito convirtiéndolo en un artista de galerías. La variedad increíble de personajes que reúne la trama perece estar inspirada en aquellos que rodearon desde siempre a Waters, al igual que varias situaciones.
Cecil B. Demented también parece inspirarse en cierta historia real para su argumento: Patricia Hearst (además de ser una actriz frecuente en sus películas y su amiga personal) se hizo conocida en la década de los setenta debido a que fue secuestrada y terminó por simpatizar con sus secuestradores al punto de aliarse con ellos participando en algunos delitos (su caso se juzgó en la Corte como síndrome de Estocolmo, pero fue presa de todas maneras y luego indultada). Algo así le sucede en la ficción a Honey Whitlock (Melanie Griffith), una estrella de Hollywood que mientras acude al preestreno de su última película, en la ciudad de Baltimore, es secuestrada. La banda, liderada por el asombroso director Cecil B. Demented (Stephen Dorff) responde al lema “Cine sin ley”, cuyo proyecto es hacer una revolución que destruya al cine comercial perpetrando varios ataques terroristas cruciales para desbaratar la lógica que domina las salas de cine y los gustos del público. Cecil perfecciona a Honey para filmar “Belleza suprema” la película que la tiene como protagonista durante su secuestro. Si inicialmente ella se muestra tímida y reacia a las técnicas o preceptos de Cecil, con la progresión del rodaje se transformará totalmente y dejará su actitud de diva de Hollywood para declamar sus líneas en performances auténticas: “Alguien pagará por este insulto de las salas vacías de cada buen cine de América. Nos levantaremos para tomar la pantalla. ¡Muerte a los que apoyan el cine comercial!”
Honey manifiesta su empatía gradual con Cecil y con cada estrambótico miembro de su grupo radical, hasta que ella misma es capaz de hacer cualquier cosa por la causa. (Cuenta la actriz Mink Stole que sólo una vez en todos los años de trabajos compartidos, se negó a hacer una cosa que J.W. le pidió: prender fuego su cabellera durante el rodaje de una escena de torturas en Pink Flamingos. Esto es precisamente lo que sucede hacia el genial final de Cecil B. Demented, cuando Honey, totalmente entregada a “Cine sin ley”, en pleno atentado en un autocine de Baltimore, enciende su cabellera en una de las escenas más bizarras a las órdenes de Cecil, alter ego de Waters.)
Tal vez sea su comedia negra más seria y en la misma medida delirada, cuyo carácter de manifiesto artístico incluye la declaración de muchos ideales que han iluminado a Waters como director, además del ataque a la industria hollywoodense: si Pink Flamingos es un acto de terrorismo contra el buen gusto, la guerrilla de Cecil lo es contra el cine mismo, en su expresión mainstream.
Las películas de John Waters han circulado de diferentes maneras en un mundo hostil, subyugado por las fobias de todo tipo, la discriminación, la misoginia, los prejuicios, las cruzadas morales. Sin embargo, ha colocado todo aquello que no está normativizado ni es hegemónico en un lugar protagónico dentro de su obra. Y también ha logrado realizar cierta proeza al introducir el underground radical en el cine de circuitos comerciales, lo que él mismo llama cine hollywoodense underground. ¿Quién dice que esto no es un héroe?
Si se pusieran a ver alguna de ellas es muy probable que quieran completar la lista de su filmografía viéndolas a todas, presas de una dulce obsesión -como la de quien escribe estas líneas- porque el mundo que crean es tan demencial como hipnótico. Incluso si un día se sintieran mal, desencajados por las crueldades e injusticias del mundo, o la desdicha de alguna angustia, creo que no podrían encontrar mejor remedio que una dosis generosa del cine de John Waters, cuyo sentido, lejos de marchitarse, se fortalece con el paso del tiempo. O de su literatura, porque es un escritor genial. Pero de ella hablaremos en otra nota.
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