Carnival of souls – Il deserto rosso – La mujer sin cabeza: Poética del extravío
CRÍTICASPoética del extravío
por Mariana Petriella
¿Piensa que estoy loca?
Estas películas pertenecen a muy distintos estilos y contextos. Sin embargo las reúne aquí el protagonismo de una figura discordante. En cada una de ellas se trata de una mujer, destinada a vagar solitaria por el mundo sin encontrar su propio lugar en él, ahogada en la incomunicación, experta en el arte de desencajar, esclava de una fantasía herida o una verdad extrema. Su perdición, saberse para siempre incomprendida.
El extravío en el que viven estas mujeres se expresa a través de ciertos elementos organizadores del relato: como hecho central, un accidente; la consecuente conmoción mental y emocional que trastorna su percepción del mundo, descubriendo grietas antes inadvertidas, invisibles para las protagonistas; finalmente, se produce el develamiento de algo fatal. Como si se tratara de un leitmotiv, esta lógica reaparece en cada caso, enmarcada en un entorno que si inicialmente es inquietante, luego se va transformando, hasta volverse un ambiente llanamente surreal, cuya atmósfera amenazadora a veces adopta la forma de una pesadilla. El intento por comprender, más allá de los límites impuestos por el conocimiento, qué es lo que se esconde bajo la apariencia de las cosas y la búsqueda de alguna revelación respecto a la existencia, se convierte en una obsesión o resulta en hallazgos (des)afortunados.
(1962) Carnival of souls (El carnaval de las almas) / Herk Harvey.
(1964) Il deserto rosso (El desierto rojo) / Michelangelo Antonioni.
(2008) La mujer sin cabeza / Lucrecia Martel.
Mary Henry: la imaginación y sus triquiñuelas.
El carnaval de las almas -título poético de por sí para llamar a una historia de fantasmas- es un ícono de la producción estadounidense de clase B, que en su época no fue reconocida ni valorada, pero con el paso del tiempo consolidó su influencia en el género y su capacidad para inspirar a grandes directores (como es el caso de David Lynch, que en sus obras muestra varios ecos y homenajes de este ya clásico del terror). Si bien apela a muy pocos recursos para construir su universo de pesadilla, sus alcances son óptimos. Es la única película de ficción realizada por su director, Herk Harvey (quien también actúa en ella). La idea la inspiró un parque de atracciones abandonado sobre las orillas de un gran lago, el Great Salt Lake, en Utah, cerca de California.
Mary (Candace Hilligoss), sobrevive luego de sufrir un accidente, cuando el auto en el que viaja junto a sus amigas cae a un río. No se sabe cómo (ella es incapaz de recordarlo) logra salir de las aguas, confundida y con el aspecto de una zombi, para asombro de los que realizan la búsqueda de los cuerpos. Cuando se siente repuesta del shock, se propone reanudar su vida y se muda de ciudad, a trabajar como organista en una iglesia. Es una mujer solitaria, un poco fóbica a la compañía masculina, muy reservada y autosuficiente: “Para mí la iglesia es un lugar de negocios”. Está claro que ejecuta su música a cambio de un sueldo, no es una devota.
Durante el viaje comienza a extrañarse debido a una serie de situaciones alucinadas, que luego se instalan también en su pequeño cuarto alquilado y la acompañan en casi todos sus recorridos por la ciudad, hasta crear una especie de psicosis. Junto a estas experiencias siente una fuerte e inexplicable atracción -como un hechizo- por un edificio abandonado que había divisado desde la ruta mientras viajaba sola con rumbo a la ciudad, un parque de diversiones cerrado, según pudo averiguar. Desde ese momento comienza a tener visiones en las que un extraño hombre la persigue.
En una de las escenas en la que está tocando el órgano de la iglesia (especialmente tensa, además de hermosa), la música crea un encantamiento hipnótico y parece impregnar todo de manera sobrenatural, más allá de la belleza o el carácter ritual que establece la melodía. Parece venir de otra dimensión y conectarse con las extrañas visiones. Lo que sea que viene del “otro mundo” instala la disrupción. Progresivamente todo se vuelve más loco e incomprensible, crece la sensación de terror y el mundo autosuficiente de Mary se desequilibra. Acude a un psiquiatra para intentar comprender qué es lo que sucede en su mente, tal vez para descubrir algo acerca de los raros lapsus que la sorprenden en todo momento: “Era algo más que no poder oír nada. O no poder relacionarme con alguien. Era como si no existiera en ese momento. Como si no tuviera sitio en este mundo. No había vida a mi alrededor” se explica sobre esos momentos en los que siente no estar en el mundo, cuando nadie la ve ni la escucha. El médico sugiere que no confíe en sus alucinaciones, quizás podría estar engañándola su fatigada imaginación a causa de la conmoción sufrida en el accidente.
Entonces, Mary Henry intenta escapar de la ciudad y de su propio ensueño, pero no hace más que precipitar lo inevitable. Descubre, con horror, que la naturaleza del ser humano puede desdoblarse (el tópico reluce en varias escenas memorables, cuando ve su reflejo desfasado en la ventana del cuarto o cuando se ve a sí misma en una fiesta bailando con su perseguidor). Descubre que detrás de la gran fiesta hay un halo de misterio que se apoderará de ella.
El cuento de Giuliana.
La conclusión es siempre la misma: el cine, como la literatura,
es inútil si no produce verdad y poesía. / Michelangelo Antonioni.
Rávena es el escenario de El desierto rojo, la ciudad se adivina entre la neblina y el humo liberado por las fábricas que parecen regir y rugir en un mundo que se ha vuelto atronador, cada vez más alienado por la lógica de la producción industrial. Allí deambula Giuliana (Mónica Vitti), lánguida y aburrida, sin rumbo, sin saber qué hacer, mientras se supone que su inestable estado emocional se recuperará luego del trauma provocado por un accidente de auto reciente (elidido en la narración). Por el contrario, el alivio no llega y el contexto la agobia. Percibe la cuidad como si fuera un desierto donde no hay nadie que pueda mitigar su dolor. Porque ha perdido las vías de contacto con las personas, no encuentra reparo alguno ni en su hijo ni en su marido, no sabe qué hacer con sus vínculos afectivos. Ya no le interesa ser madre ni esposa, sino descubrir gradualmente el montaje burgués que sostiene frágilmente su vida, al que ya no le encuentra sentido, como tampoco a su existencia vacía. En cambio, lo que se manifiesta en ella es un miedo creciente, generalizado: el de no encajar en el escenario de su mundo cercano, donde nadie se echa a llorar, ni se escapa, ni se revela, ni se desespera, ni desea, ni se toma el pelo, ni sueña. También se obsesiona con cierta búsqueda existencial ¿solo es posible llevar una vida monótona de ciudad, no hay otra cosa, en alguna parte, otras vidas posibles?. Su extravío es la negación de una realidad que no soporta, que le parece ominosa. Su extravío de algún modo, implica lucidez.
Antonioni ha dicho que se propuso describir en este film la neurosis que se relaciona con la cuestión de la adaptación. La imposibilidad de encajar en ciertos moldes, junto a la búsqueda de aquello velado tras una realidad contaminante, configuran la actitud del personaje (al que Mónica Vitti imprime un magnetismo fundamental) que tiene mucho que ver con una postura filosófica y poética, porque contempla e interpela desde su propio dolor. (Esa búsqueda casi obsesiva es un rasgo que luego reaparecerá en el fotógrafo protagonista de la enigmática Blow up (1966), cuya motivación por descubrir aquello que se esconde en la imagen visible de una fotografía lo lleva a dar con la otra verdad oculta).
“La filosofía no es un arte de la sabiduría. Es, ante todo, el reconocimiento de lo que en la realidad escapa a todo pensamiento, a toda comprensión, es el reconocimiento de que no puede haber conocimiento de este escape de lo real. La filosofía no está exenta del miedo, está formada, por el contrario, del miedo a no tener certeza, de una falta de certidumbre.” Según el filósofo Jean Luc Nancy, el reconocimiento de no poder conocer las fugas de la realidad es elemental para la acción de filosofar. El carácter de Giuliana se funda en saberse condenada a desconocer. Y su accidente funciona como un catalizador de tal reconocimiento. “Hay algo terrible en la realidad. Y no sé qué es. Y nadie me lo dice”, esto le confiesa a Corrado, el único amigo al que puede expresarle algo de su sentir. Ante el universal supuesto “hay que adaptarse a las cosas”, ella no puede más que dar paso a su naturaleza díscola, que solo libera y puede ser en el marco del trastorno emocional.
Se ha dicho que esta película significa un punto de inflexión dentro de la prolífica obra de Antonioni (es la primera que filma en color e indaga profundamente en la forma de narrar la subjetividad). Posiblemente sea su momento de mayor vuelo poético, casi de ensoñación, que irrumpe como una liberación del sentir oprimido de la protagonista, el que anticipa la experimentación desarrollada en películas posteriores -como Zabriskie Point (1970) o Il misterio di Oberwald (El misterio de Oberwald, 1980) basada en una obra de Jean Cocteau-. Ese momento sucede cuando Giuliana, desahuciada al ver a su hijo enfermo, le cuenta una historia como para curarlo, capaz de generar una apertura hacia un mundo onírico, alegórico, donde una niña es la dueña de un paisaje solitario (otro desierto, pero en la playa) toma baños de sol entre la inmensidad del mar y un extraño canto de origen desconocido que lo envuelve todo: aunque sea por el rato que dura su cuento “Todo canta. Todo”.
Verónica y los espantos en una casa que cruje.
“¿Por qué será que ha faltado tanto la cordura en nuestra familia?
Decime de uno que se haya muerto en sus cabales… Ninguno”
La mujer sin cabeza/ L. Martel
La mujer sin cabeza expresa su hermandad con Carnaval of souls (Lucrecia Martel ha declarado más de una vez su fascinación por el único film de Herk Harvey) y también con la película de Antonioni, manifiesta, entre otras cosas, en esa gramática del extravío que es común a todas ellas. Es el tercer largometraje de la directora salteña.
Verónica (María Onetto) tiene un accidente en la ruta mientras maneja su auto, sola, y atropella algo en el camino. El sacudón que da el auto no le impide reanudar la marcha enseguida, sin bajarse para mirar qué es eso que embistió. Lo que sigue a continuación es un retrato íntimo del desconcierto absoluto en que vive sus rutinas cotidianas durante los días posteriores, en los que no parece ser la misma después de lo sucedido, si bien su cuerpo ha quedado intacto, su personalidad está dislocada, su percepción ha cambiado. Como si ya no comprendiera cómo hacer sus cosas. Como si fuera una presencia fantasmal. “Esa voz no parece la tuya” le repite su vieja tía Lala (María Vaner) mientras Vero le hace una visita. Entre la confusión y su mutismo respecto a lo que le pasó, intenta recuperarse, manteniendo sus relaciones familiares. Pero la noticia sobre la aparición de un chico muerto en un canal cercano a donde ocurrió el accidente, enciende la alarma acerca de una horrible coincidencia, la posibilidad de haberlo atropellado. Entonces, le confiesa su secreto al marido y a partir de esta confesión se desencadena en su entorno cercano una escabrosa estrategia de encubrimiento de la posible culpa, de borrar las “huellas” que pudieran involucrarla en el hecho, con posibles referencias a cierta idiosincrasia argentina (extendida en el tiempo, capaz de atravesar y reproducirse en diversos contextos). El retrato ahora es del ahogo progresivo de esta mujer, del ambiente viciado en el que está inmersa una clase social que, aunque decadente, no termina de morir y pervive en una fantasmagoría eternizada a través de sus propios espantos.
Cuenta la cineasta que durante los años 90, en pleno auge del neoliberalismo, el fenómeno de exaltar el propio bienestar a cualquier precio llegó en Argentina a límites extremos, absurdos. Se había difundido el lema de “no detenerse en caso de accidentes” para prevenir un posible atraco, o sencillamente para no complicarse la vida, se suponía que lo conveniente en esos casos sería irse sin miramientos. Concretamente ella habla de un caso real, sucedido en Buenos Aires durante esa época, sobre una chica de diecisiete años que manejando la camioneta 4×4 de sus padres atropelló a un chico de catorce, fallecido en el accidente. Su responsabilidad fue encubierta para su presunto “beneficio”, sin tener en cuenta la magnitud de este comportamiento (y que probablemente haya oscurecido bastante su vida). Estos elementos y otros detalles del hecho, disparan algunos materiales para el film. Pero el mecanismo de ocultamiento de la verdad sin importar nada más, es lo que más parece interesarle a Lucrecia Martel de la anécdota, es algo central para narrar el mundo según lo ven sus ojos, y para hacerlo a través del entorno particular de Verónica, una dentista salteña que comienza a percibir con una mezcla patética de resignación, espanto, pero también complicidad, las tensiones y miserias que emanan de ella misma, de su familia, de su clase; y que son la base de una vida que se vive como una inagotable farsa. Ese trasfondo ideológico diseminado en distintas situaciones aporta gran parte de la densidad a la película (siempre un sustrato en el cine de Martel).
La amplitud de exploraciones, que van desde el costumbrismo hasta el suspense, pasando por algunos destellos que rozan el terror, la convierten en una obra inclasificable según la noción de género, que evidentemente le queda chica. El estilo tenebrista de Lucrecia Martel -un sello autoral- se muestra en su expresión más depurada en La mujer sin cabeza: en un mundo eminentemente visual, donde las imágenes vienen cada vez más a afirmar los significados de las cosas, a clarificar los relatos, Martel introduce un tratamiento del sonido -en esta como en todas sus películas– que es crucial, porque es lo que induce a desconfiar de las imágenes, enturbiándolas, es lo que siempre está perfectamente desfasado, lo que perturba, lo que desorienta. Casi siempre, el sonido siembra la duda como si ella fuera la mayor productora de sentido en una historia que de principio a fin trata sobre la incertidumbre.
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