Vicky Cristina Barcelona | Woody Allen (2008)
CRÍTICASLA FILOSOFIA DE ALLEN EN “VICKY, CRISTINA, BARCELONA”
por Román Ganuza
Vicky Cristina Barcelona
Woody Allen
España/USA, 2008, 96 minutos
Barcelona acelera la indagación de dos jóvenes americanas sobre sí mismas. Vicky (Rebecca Hall) quien cree tener el mundo ya organizado y Cristina (Scarlett Johansson), mas dispuesta, que llega a la ciudad reconociendo que solo sabe bien -por ahora- lo que no quiere. En “Vicky Cristina Barcelona” (2008) está presente como siempre en Woody Allen el recurso al azar como arbitro del humano paso. Se trata de otro enfoque consecuentemente existencialista. Arrojados en un lugar y en un tiempo, los personajes traban un forzado acuerdo con sus circunstancias, a las que intentan revestir de sentido. Pero las contingencias se encargan de revelar que ese sentido no es una inscripción confiable, puesta ahí para ser descifrada y anclar luego sobre aplomadas certezas. Lo que ocurre es muy diferente: Primero se vive y es en el curso de esa vida como construyen -algunos- una ilusión de finalidad, como quien arma un barco en el agua. “La existencia precede a la esencia” sentenció una vez Jean Paul Sartre conmoviendo vetustas seguridades. También Vicky y Cristina van a tener enredos que no remiten a una dirección previa.
España las aguarda con una sensualidad inquieta. Cielo mediterráneo, vinos, guitarras en la noche y un español seductor y artista (si es que ambas palabras designan cosas diferentes). Se trata de Juan Antonio (Javier Bardem), que viene de una dramática y presunta separación. Ambas visitantes, en situaciones contrastantes, prueban su desmesura y sus bellas mentiras. Después de la noche vivida en Oviedo, el férreo mundo de Vicky ya es por lo menos intercambiable. Su prometido, un hombre convencional versado en cuestiones inmobiliarias y proyectos con dinero, deviene casi patético. Cristina va aún más lejos y decide convivir con Juan Antonio. Explora y paga el precio. Queda incluida en un triángulo amatorio con María Elena (Penélope Cruz), la nunca del todo ex mujer del artista. Sin embargo, Cristina crece y encuentra el espacio donde desplegar su talento con la ayuda de estos controversiales amantes. Con ellos recorre los límites de su sexualidad sin que las posibilidades visitadas vengan a aclararle nada. Cristina no ha descubierto un comportamiento que la identifique. Incluso le confiesa a Vicky que si bien lo ha disfrutado no desea reincidir. Por el contrario, lo que ha vivido interpela la expectativa de encontrarse amarrada a un rol.
Lo que esta experiencia insinúa a través del film es que lo que la gente hace con su sexualidad afectiva es en alguna medida una decisión. Se consuma la preferencia de una opción sobre otra. Tampoco en esto parece haber esencias esperando ser descubiertas, atendidas y fundadamente ejercidas. Tal vez la vida erótica se organiza en función de posibilitar acuerdos y relaciones, descartando capacidades alternativas para procurar estabilidad y compañía. Y no esta mal. Si hubiera que sentenciar que es posible cualquier tipo de relación con cualquier tipo de persona, rápidamente llegaría, de la mano de este aserto, una sensación de sin sentido y desamparo. Lo fecundo de esta admisión, si puede hacerse, radica en la ventaja de adquirir una mirada mucho más modesta y sabia respecto de lo que resulta posible armar. Esto es muy propio de Allen, casi que es él en estado puro. Nos enfoca en un ángulo más piadoso que invita a la comprensión -y creo que por eso mismo- a procurar la duración de los afectos humanos.
Toda la cuestión está atravesada por el tratamiento filosófico de la libertad. Vertiginosamente visto, es libre Juan Antonio porque hace lo que quiere. Salvo la paradoja de que ese querer suyo lo gobierna sin restricciones privándole la libertad de un desacato. A mérito de esta inconsistencia, se podría retomar la afirmación de que entonces alguien “libre” sería aquel que puede hacer lo que debe y no necesariamente lo que quiere. Vicky, por ejemplo, demuestra ser finalmente más aventurada y apasionada que Cristina. Es mayor la valla que debe cruzar para llegar a esa noche con Juan Antonio. Sin embargo, se arriesga y se expone a una comparación que la hará dudar entre sus aceitadas seguridades y el colorido pero tormentoso rumbo que suelen llevar ciertos seres dotados de genio. Los imprudentes extremos de la vida de Juan Antonio -de la cual ella sale con un balazo de recuerdo- le confirman que prefiere replegarse. Ese fuego que termina quemando le permitirá resignificar y olvidar esta historia. Necesitará descartarla para continuar. Pero su excursión por las emociones fuertes fue también la contingencia que pudo haberla transformado. Quizá el balazo fue el determinante, el punto de retorno. En cualquier caso -y aunque nunca vuelva a visitar esos mundos- sabrá sin cesar que ella pudo ser otra.
Las circunstancias imponen, los protagonistas las enfrentan como pueden. Una buena persona entiende que debe matar para salvar su familia y su trabajo (“Crímenes y Pecados” 1989). Alguien debe ver de una nueva manera a otro para volver a inscribirse en el amor (“Hannah y sus hermanas” 1986). Alguien es elegido por la suerte para prevalecer sobre otros menos afortunados (“Match Point” 2005). El sentido viene de afuera. A priori, no tenemos frente al mundo una propuesta. Ensayamos, cuando podemos, una respuesta. El disparatado síndrome de Leonard Zelig (“Zelig” 1983) no es otra cosa que esta indefinición del origen llevada al absurdo. Su parábola graciosa y cruel transparenta mejor la pertinencia filosófica de Allen. El acontecer universal parece tender a una libertad caótica y absoluta. Cruzan las vidas humanas los amores que se fugan, las esperas que se ignoran, el dinero o la falta de dinero, las ciudades que encantan o deprimen, las sorpresas, las confirmaciones y todo lo que provee la abrumadora fuente exterior al yo. Ahí está el hombre inventando una correspondencia para no sucumbir. Preguntamos cómo es que esa fuerza sin forma del acontecer no lo hace estallar en un comprensible y desesperado extravío.
Creo que ese colapso en general no ocurre porque todo coagula frente a la complicidad final que parece haber entre el mundo y la conciencia. Woody Allen alude a la libertad tanto en su faz disolvente como en su rango creativo. El mundo es posibilidad pura. Y es justamente esto lo que lo deja en las puertas de una forma elevada del fatalismo. Un fatalismo crítico, si es que existe. Donde a la contingencia no se le niegue un indicio, una apertura a la afirmación. En ese caso, la libertad sabe tenderse tanto para impedir el hallazgo de un sentido propio como para inventarlo. Es en el segundo supuesto donde se produce el pliegue que limita al caos.
En Barcelona Cristina amplió sus preguntas y Vicky consolidó sus respuestas. La película es una toma de la silueta humana en la que Allen deja brillar una insólita dignidad. Allí se ve crecer al hombre, ese constructor aparentemente ínfimo, pero espiritualmente proporcional al abismo que lo acecha.
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