Sean Baker (3): The Florida Project (2017)
CRÍTICASHay oro al final del arcoíris
por Mariana Petriella
The Florida Project
Sean Baker
USA, 2017, 111 minutos
Los 400 golpes, Kes, Los olvidados, Ponette, El espíritu de la colmena, Matar a un ruiseñor o Cría cuervos son algunas obras del cine donde la infancia es protagonista y se presenta, sobre todo, como una zona de batallas. Si tuviera que seguir imaginando una lista de películas que hacen latir con fuerza el corazón situándose en la niñez como el lugar más auténtico para iluminar su relato, no podría faltar ahí The Florida Project. Se centra en las andanzas de Moonee, una niña intrépida, junto a su pandilla (en la que nadie sobrepasa los seis o siete años) recorriendo las cercanías de los parques de atracciones turísticas -incluido el enorme complejo turístico de Walt Disney World- en la periferia de Orlando. Comparten vecindad en unos hoteles baratos cuyos nombres parecen emblemas de las tierras de ensueño y fantasías, The Magic Castle y Futureland. También comparten otras cosas: están a cargo de madres solteras o mujeres solas cuya vida consiste en ver cómo se las arreglan para ganar dinero y cuidar de sus hijos, lo cual no resulta sencillo en el contexto aciago de los EEUU de Donald Trump.
La sensación de realidad es fundamental en el cine de Sean Baker. La conexión con el espectador también. Situarse a la altura de una niña y su entorno para hacer fluir la historia es perfecto para esos intereses porque nos acerca a algo vivido, experimentado de una u otra forma en nuestras propias infancias. Esta elección acompaña la idea de mostrar la forma de vida adoptada por las personas que subsisten excluidas de todo sistema: no pueden pagar una vivienda estable debido a los altísimos precios que demanda el alquiler de una propiedad (en épocas actuales, el problema es cada vez más abrumador y global), no pueden tener trabajos, no pueden comprar ropa o comida, no pueden acceder a casi nada por falta de dinero o cualquier otro recurso, sobrevivir es lo único que pueden, libradas a su suerte e ingenio, desamparadas de todo, sin el apoyo de ningún tipo de red social ni mucho menos estatal.
The magic castle aloja a familias y personas en estas condiciones, entre ellas Halley, la joven madre de Moonee, su amiga Ashley con su hijo Scooty y muchas más. Quien administra el hotel es Bobby y también organiza la trama, conectando las múltiples situaciones que suceden allí. Su punto de vista se integra en la narración de una historia en la que progresivamente intervienen los otros personajes, cada uno con su cosmovisión del mundo. El hotel encausa esa posibilidad narrativa coral alojando en sus dependencias una pluralidad de habitantes. Como en películas anteriores de Sean Baker, las locaciones desarrollan un fuerte carácter dentro del relato, en este caso se trata de hoteles reales, en la zona de Kissimmee, ciudad del centro de Florida, al sur de Orlando, donde hay muchísimos casos de esta forma camuflada de ser homeless (o hidden homeless), de vivir cargando todas las pertenencias de hotel en hotel (la escena en la que Dicky, uno de los amigos de Moonee se va del lugar con su padre y tiene que dejar sus juguetes porque no caben en el auto sintetiza una sensación de cómo es crecer para estos niños sin casa, despojados de sus cosas en cada mudanza). Pero esta situación no se cuenta en ninguna parte. Se mantiene oculta, invisible. Según ha dicho el director: “Nadie representa ciertas subculturas, no se cuentan determinadas historias, y yo tengo un interés personal en contarlas. Hablo de cómo es muy fácil caer en la economía paralela, a la que recurren aquellos que no pueden trabajar dentro del sistema. Por ejemplo, el sexo, las drogas, el tráfico con mercancías robadas que mueven millones y millones de dólares. Y todo esto en un país orgulloso de sí mismo: tenemos un multimillonario como presidente, festejamos la riqueza y el dinero. Pero nadie quiere hablar de esta economía paralela porque resulta molesto. Yo quiero poner el foco aquí, que la gente vea cómo esto es un subproducto de la sociedad capitalista: gente que no tiene acceso al sueño americano y a quienes se les cierra la puerta continuamente.”
Magníficos castillos modernos.
“Las grandes ciudades modernas, Nueva York, París, Londres, esconden tras sus magníficos edificios hogares de miseria, que albergan niños mal nutridos, sin higiene, sin escuela, semilleros de futuros delincuentes. La sociedad trata de corregir este mal, pero el éxito de sus esfuerzos es muy limitado. Solo en un futuro próximo podrán ser reivindicados los derechos del niño y del adolescente para que sean útiles a la sociedad. México, la gran ciudad moderna, no es la excepción a esta regla universal, por eso esta película basada en hechos de la vida real no es optimista, y deja la solución del problema a las fuerzas progresivas de la sociedad.” Con esta introducción una voz en off da inicio a Los olvidados (1950) de Luis Buñuel.
Fue Pedro Almodóvar quien las ha comparado, basándose en el recuerdo que le trae The Florida Project del film de Buñuel. Y es que Sean Baker parece inspirado por una premisa muy similar, aunque después de 70 años ya ha llegado el futuro próximo que allí se nombra y el estado de las cosas, lejos de mejorar, parece haber empeorado. Sin embargo, la actitud en una y otra, creo, es muy diferente. Me refiero sobre todo a una decisión narrativa y estética. En el caso de Buñuel no hay lugar para otra cosa que un drama, porque lo que cuenta su película es una tragedia: la muerte de dos chicos que crecen totalmente incomprendidos, ignorados en sus desdichas y castigados por las leyes de la calle. Como arrojados a la mala fortuna, nacidos de madres que no los desearon ni los quieren cuidar, reclaman amor pero solo encuentran problemas y una muerte salvaje. Eso cubre todo con un manto de tristeza, el pesimismo anunciado desde el inicio se traduce en algunas imágenes descarnadas ¿Cómo olvidar las terribles escenas finales?
Sean Baker asume una actitud que evade la dicotomía pesimismo/optimismo. No es posible decir que su visión respecto del mundo representado sea una u otra cosa. Creo que eso marca su estilo para sobrellevar relatos con un lenguaje infalible que seduce y atrae aunque lo que veamos en ellos sea una realidad terriblemente hostil (otros cineastas de su generación, pienso, por ejemplo, en Harmony Korine y los niños de Gummo (1997) o el guión que escribió para la controversial Kids (1995) de Larry Clark, también indagaron en zonas marginales y en las contraculturas a través de la niñez o la adolescencia, creando obras de un carácter muy denso, dramático, generadoras de una estética del desencanto muy cruda, que impacta y crispa al espectador por su aspereza).
La cualidad singular de esta película es que se mueve cómodamente en cualquier registro: en varias situaciones lo cómico y lo dramático no se excluyen, conviven, como lo hacen los groseros contrastes y las diferencias de todo tipo que caracterizan a la sociedad estadounidense retratada (el mito del sueño americano, no solo no las ha disipado, sino que las profundiza, creando un panorama desolador donde el optimismo parece no tener ninguna chance). En The Florida Project la belleza se encuentra en lugares olvidados, casi inexistentes y definitivamente está en los niños que desafían toda adversidad, se burlan, protestan, se escurren airosos de las peores condiciones. Despliegan todo su ingenio al desarrollar las tretas que sean necesarias para pasarla bien a su manera: conseguir dinero para helados a toda hora, jugar para matar las horas del verano –aunque a veces sus juegos rocen la crueldad o el peligro-, adquirir comida, hacer expediciones por todos lados para investigar el mundo con su propia vara y su ímpetu arrollador. También crean grandes problemas que les cuestan largas penitencias, o peleas (como de hecho sucede en la trama). Y los juegos son sus mejores armas: combinar la imaginación con la realidad provoca una lectura siempre asombrosa de las circunstancias.
Las adultas a cargo también hacen su parte: ganar dinero es para Halley una lucha diaria, hace de todo para obtenerlo, desde vender perfumes baratos a prostituirse, bailar en un club o robar, si fuera necesario al no conseguir beneficios de los servicios sociales (que en efecto la desamparan más que ampararla). Mientras logre hacer algo de todo eso sin caer arrestada, su misión estará cumplida. Su instinto de supervivencia es más fuerte que los efectos de cualquier juicio moral, es casi inmune a ellos. A menudo los desafía y desnuda las miradas hipócritas que la acechan. Y no todo es sufrimiento, aunque la vida es dura, su estilo descansa en una agraciada insolencia que le permite, por ejemplo, colarse en los buenos hoteles montados para los turistas a disfrutar un desayuno exuberante con su hija; o presenciar desde afuera de los parques los fuegos artificiales que revientan en el cielo de Disney como regalo de cumpleaños para la pequeña Jancey. Claro que la belleza está en los lugares olvidados. La capacidad de Sean Baker (y Alexis Zabé, el director de fotografía) para captarla y articularla en imágenes como esa bellísima nocturna, es asombrosa. Lo coloca entre los ojos más perspicaces del cine norteamericano actual.
Pero la realidad es que el mundo entero -y la doble moral propagada en él- la condena por recurrir al sexo para ganar dinero, por ser una “inadaptada”, por ser culpable de su propia situación. Así se va complicando la historia de Halley y Moonee, cuyo final abierto tiene mucho sentido porque nos da la posibilidad de imaginarlo; y de pensar que estas historias no se cierran, son circulares e infinitas. La imagen del castillo de Disney (omnipresente en el relato a través de la ironía que propone su réplica en tonalidades lila y púrpura, el Magic Castle que administra Bobby) se ve como el punto distante hacia donde las niñas corren en su máxima aventura de escape y se percibe, ahora más que nunca, como una paradoja: agarradas de la mano y con los pelos al viento, imparables, esquivando turistas amontonados y alienados, van a esconderse justo ahí, al epicentro del mundo mágico de diversión y fantasía de las propagandas que para ellas está vedado. La huida siempre trae un descubrimiento.
Nada se señala ni se orienta, no hay tono sentencioso sobre las cosas, sino una intención de adentrarse y mostrar un lado de la realidad que existe pero es poco representado, cuando no ignorado, como si fuera invisible. En todo caso, la actitud de Sean Baker opera de otra forma, distinta a la denuncia, se basa, tal vez, en cierta admiración –en lugar de conmiseración- por esas personas que logran hacer sus vidas desprotegidas de todo, a partir de eso comienza la búsqueda para crear a sus personajes y una historia que no aplaca nunca su luminosidad.
Pienso esta película como si fuera casi una bildungsroman. Al igual que en las novelas de aprendizaje -cuyo origen remoto es la picaresca y el relato del tránsito de la niñez a la vida adulta- hay varias aventuras, personajes que aprenden y otros que adiestran sobre el arte de defenderse ante diversas situaciones de la vida (la amistad entre Monee y su amiga Jancey no es otra cosa que eso: una le enseña a la otra, que aprende tan rápido como lo que dura el verano, varios secretos y ardides para manejarse en su pequeño mundo y así cultivan un vínculo indestructible). Pero lo cierto es que aquí no se llega a la adultez. La propuesta es quedarse en ese punto de vista brillante y alejado, casi olvidado de cuándo éramos chicos. De cuando no teníamos una conciencia adulta sobre la violencia de nuestro propio mundo cercano. ¿Y si al final llegáramos de nuevo la infancia? Se trata de madurar hacia la niñez. Volver a ella.
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