JERRY LEWIS
EFEMÉRIDESGRANDES HORAS DEL PAYASO
por Román Ganuza
Estas anotaciones comenzaron cuando vi –recientemente y por primera vez- El Rey de la Comedia de Martin Scorsese, película del año 1982. Allí, un delirante Robert De Niro encarna un tipo especial de soñador artístico. Grotesco y prepotente, da por seguro que una gran figura del espectáculo americano –su referencia icónica- intimará con él, se sorprenderá de sus aptitudes y lo hará participar en su afamado show. El personaje de De Niro es un producto patético pero probable dentro de una cultura que sobrevalora el éxito y la fama. En tanto comprueba que no será atendido ni escuchado, el aventurero urde el torpe secuestro extorsivo de su ídolo. La victima es el prolífico Jerry Lewis, quien bajo otro nombre se interpreta a sí mismo en la película. Algo me ocurre cuando lo veo aparecer. Observándolo en este reverso de sus papeles clásicos, me visita una vaga nostalgia y crece mi curiosidad. Se mueve en mi memoria la noción lejana pero confiable de haberme divertido con un hombre que exageraba la gestualidad física. Se me cruza el deshilachado recuerdo de una suerte de tonto que bizqueaba y resonaba con voz latosa. Pero presiento también que conservo de ello algo fuerte, una atracción o una admiración especial. Y lo más claro de esta evocación debilitada, es la sensación de haber reconocido en él algo distintivo, la presunción de intuirlo como artífice de una vigorosa novedad.
Inicio el grato camino del redescubrimiento. A tientas, entro al mundo de Jerry Lewis desorientado, desinformado y desprovisto de una estrategia. Simplemente, me impongo consumir películas suyas sin orden ni criterio. Pero luego de transitar apenas las primeras tres, me encuentro con un documental impactante. Realizado en 2011 por Greg Barsson, recorre la memoria de Lewis (Joseph Levitch 1926-2017) en clave documental. Se llama El Método de la Locura de Jerry Lewis (The Method to the Madness of Jerry Lewis). Este trabajo me permite dar un salto y posicionarme con mayor perspectiva en torno a la obra del artista oriundo de Nueva Jersey. El primer sacudón lo da el propio Lewis burlándose de la crítica que elogió rabiosamente su participación en la película de Scorsese. Ese cachetazo me alcanza, porque efectivamente lo vi resuelto, sobrio, seguro y convincente, en ese papel de estrella de cine asediada y fastidiada por las enfermizas ambiciones de De Niro. Pero Lewis aclara con suficiencia que hacer esto le resultó infinitamente “más fácil” que todo lo anterior. Evocó, a guisa de ejemplo, aquel gag del jarrón que primero voltea y luego ataja en plena caída dentro de la misma secuencia. Dice haberlo ensayado cientos de veces y haber roto en el camino igual cantidad de jarrones. Lo que está diciendo Lewis es que los críticos lo encontraron donde no estaba, pero no supieron verlo allí donde realmente residía su arte.
A esa altura de la retrospectiva, el cruce de comentarios con algún amigo incorpora un dato movilizante: Godard elogiaba el cine de Jerry Lewis. Me alegra no haberlo sabido, para que esta empresa no resulte sospechosa de remitirse a autorizaciones previas. Pero me interesa la opinión de Godard, y la atiendo con gusto. Tardaré un par de películas más en entender parte de lo que dijo. Habló del “interés por el encuadre” en Lewis, en oposición a la pretendida modernidad de andar moviendo demasiado la cámara. Lo calificó de “pintor no consciente de serlo”. Dijo también que Lewis no se había restringido a las formas narrativas canonizadas, y que había filmado “libremente”. Apuntaré más adelante algunas películas, o escenas de películas, en las que estas observaciones resultan muy transparentes. Si comencé a seguir la pista de Jerry Lewis temiendo encontrar un autor limitado, ese temor se fue disipando junto con otro: el de que Godard, en su reivindicación, hubiera filtrado alguna arbitraria incisión polémica, de esas que no le faltaron. Este viaje viene ganando fluidez.
También el documental me ha servido de mapa. El bosque de Jerry Lewis es frondoso. Si uno tira su nombre en el portal Filmaffinity, la cantidad que arroja como resultado en la ventana que lo lista como actor es intimidante. Pero a grandes rasgos, y en un tratamiento adecuado a las pretensiones de este escrito, puedo divisar claramente dos bisagras. Una es cronológica y cuantitativa, mientras que la segunda se relaciona con las calidades de una evolución personal. Cualquiera que recuerde la película El Padrino, ambientada en los 50, la tal vez tenga presente la llegada de Michael Corleone a Las Vegas para apropiarse de los casinos despojando a Moe Green. Con amable cortina musical de Glenn Miller, el auto avanza entre las destellantes marquesinas del espectáculo teatral. Hay una que Coppola privilegia ostensiblemente: “Dean Martin y Jerry Lewis”. En ese orden. Efectivamente, fueron el suceso masivo de la época. Tuvieron que llegar Los Beatles para igualar lo que provocaba aquella dupla. Fueron el emblema del “éxito” en su etimología vulgarizada. Por eso la primera de las bisagras es la que divide los tiempos artísticos de Jerry Lewis entre aquellos que lo tuvieron junto a Dean Martin y los posteriores a la separación.
El segundo trazo divisorio corresponde al salto por el cual Jerry Lewis se convierte en director de sus propias películas. Pero estas referencias quedarían incompletas si no se las vincula íntimamente. En efecto, buena parte de la ruptura entre Lewis y Martin -luego de 10 años exactos trabajando juntos- obedece al crecimiento del primero. La trayectoria que tuvieron en el cine es correlativa a lo que les ocurría en el teatro. Básicamente, Jerry Lewis funcionó en principio como complemento de Dean Martin, un cantante sobrio -aunque anclado en una segunda línea- y un eficaz comediante. Once años mayor, era el pivot de la dupla y el más conocido en los comienzos. Si bien Lewis esgrime mayores posibilidades o recursos, Martin ofrece la referencia de base para las caricaturas y los extremos de su compañero. Es más importante de lo que parece dentro de esa dinámica. Una década completa los registra juntos, desde 1946 a 1956. Lo que va girando entre ellos es el enclave dramático. El contraste, en principio formal, va adquiriendo cierta profundidad. Y esto, justamente, se refleja más en el cine por su mayor volumen narrativo. Martin se va moviendo hacia el seductor que manipula y se aprovecha de Lewis, quien a su vez va desarrollando mejor al amigo ingenuo y defraudado que finalmente empuja la redención de Martin.
Me propongo diferenciar ambas etapas, porque entiendo que ofrecen elementos nítidos para hacerlo. Previamente señalo que, si bien Jerry Lewis encuentra y afirma su estilo cuando toma la dirección de sus filmes monopolizando el protagónico, no todo es ganancia para él. Ocurre que Martin servía y mucho para consolidar el lugar de su compañero, aun cuando lo limitara. A partir de la separación, Lewis debe tomar más riesgos y acrecentar sus personajes pisando suelo desconocido. Desde luego que lo resuelve bien, pero hay dos películas que reflejan –tal vez involuntariamente- los inconvenientes propios de cada etapa. The Stooge (El Cómico), filmada en 1951, en plena colaboración con Martin, confiesa la tensión inherente a la estructura misma de la dupla. En la trama, Dean es un comediante de teatro que para convocar la atención se apalanca en un falso miembro del público (Lewis). Pero ocurre que este empieza a resultar más atractivo que él. Como se ve, el conflicto traduce en parte la propia situación de la sociedad Martin-Lewis. Por su parte, The Nutty Professor (El Profesor Chiflado) de 1963 que corresponde ya a la madurez de Lewis como director, deja en claro la necesidad de un contrapunto para su personaje, al incluir el desdoblamiento del único protagonista principal. Tratándose de una versión paródica de Dr. Jeckill y Mr. Hyde, Lewis diseña la fecunda aparición de “Buddy Love”, el recio e irresistible galán, contracara del acomplejado y turbulento profesor. A este segundo personaje, nacido en función complementaria, lo seguirá desarrollando luego fuera de esta película. Quizá aquí se selle la autonomía definitiva de Lewis.
También de la mano de Dean Martin es como Lewis ingresa al cine. My Friend Irma (Mi amiga Irma de 1949) dirigida por George Marshall, marca su debut en una película de gracioso trazado donde su protagonismo -claramente secundario conforme el guion- tiende a sobresalir. Quizá Lewis genere esto desde el vamos acreditando un temprano germen de independencia artística. Salto a 1953 donde la colaboración de la dupla bajo este director alcanza su mejor punto: Living It Up (Vive su Vida) ya parece asumir la preeminencia de Lewis desde el texto. El argumento está dispuesto para su peculiar despliegue y Martin ocupa un nítido segundo plano. En este acertado film participa Janet Leigh y en su desarrollo tiene lugar una de aquellas antológicas escenas de baile. Confesará Lewis sin complejo que sus destrezas eran de tipo intuitivo, no de formación. Pero entonces corresponde admitir en ello una genialidad no exenta de disciplina, ya que realiza las figuras de esta secuencia musical junto a una auténtica bailarina amparado por muy espaciados cortes. Toda su obra exhibe una refinada familiaridad con lo musical. Lewis canta paródicamente bien o hace la mímica de lo que canta Martín con inusual excelencia, como en Money From Home (Suerte al Galope, 1952).
Artist and Models (Artistas y Modelos) de 1955, dirigida por FrankTashlin, es la última película cuyo diseño atiende a las características de Dean Martin. Convive con Jerry Lewis, un obseso consumidor de comics, compartiendo el sueño de la proyección artística en medio de la pobreza. Aquí es Martin quien debe hacerse cargo de su compañero y pagar estoicamente los costos de sus torpezas y tontas obsesiones. Es una película muy especulativa, concentrada en exhibir a tres atractivas mujeres y hacerlo cantar a Martin. En esa dirección, el elenco aparece fortalecido con la presencia de Dorothy Malone y Anita Ekberg. Pero es una joven debutante quien mejor se luce encarnando a la atropellada pareja de Lewis: Shirley MacLaine. Es un producto sostenido por los protagonistas y de fácil clasificación. Presenta una proporcionada gravitación de Martín y de Lewis, y es la última en ostentar este equilibrio.
Afortunadamente para su historial, la dupla se despide también del cine con lo mejor de su vigencia, también a cargo de Frank Tashlin. Hollywood or Bust (Loco por Anita de 1956), es un road movie espabilante y distinto. Ganadores concurrentes de un bello automóvil, Lewis y Martin se dirigen a Hollywood para conocer a la impactante Anita Ekberg, calculada atracción del film. Curiosamente, el viaje contiene referencias casi didácticas a la geografía económica de cada Estado que cruzan, reflejando una pasión americana orgullosa del presente y preñada de futuro. Los EEUU y su dúo favorito están por entonces en la cima. Algo grande se cierra aquí. El documental ofrece la invaluable imagen de un programa conducido por Frank Sinatra en 1976 -veinte años después de la ruptura- quien sorprende a Lewis reencontrándolo con Dean Martin en vivo. Sinatra era amigo de ambos y resolvió quebrar dos décadas de silencio originadas en algunas mezquindades. Esta también es una cima, pero ya de tipo emotivo.
La etapa post Dean Martin se compone de películas filmadas por Lewis y por Frank Tashlin, casi alternativamente. Divido a su vez dos características según quien tome la dirección. En las de Tashlin –que también lo dirigió a Lewis en plena vigencia del dúo- encuentro personalmente el ápice de la comicidad del actor, como ocurre claramente en Who´s Midning the Store (Quien cuida el negocio 1963), la que más me hizo reír, con la famosa mímica musical de la máquina de escribir y el gran sketch de la aspiradora. Pero hay una película que reúne los indicios de haber constituido la instancia de tránsito entre Tashlin y Lewis. Dirigida por el primero y correspondiente al mismo año en que Lewis se lanza a dirigir, The Cinderfella 1960 (El Ceniciento) presenta una convergencia sugestiva. En primer lugar, es casi un musical. Contiene la imborrable escena de la escalera y el baile de “Fella” (el ceniciento) con la princesa. Ya exhibe nítidamente esa rabia cromática que gobernará varios filmes posteriores del Lewis director, alcanzando su expresión más lograda en The Ladie´s Man.
Se trata de una drástica presencia primaria de rojos, amarillos y celestes. Me llamó la atención que Lewis, en ocasión de ser consultado sobre la obra de Woody Allen, dijera: “Es maravilloso, pero me gustaría que fuera más visual”. Quizá era consciente de su sentido pictórico para filmar. Y la estridencia teatral de esta paleta corresponde en un cien por cien a la atmosfera alocada de sus filmes, plenos de tópicos no filtrados. Sostengo que en la estética general de Lewis esos colores son oportunos y hasta necesarios. Hay una soterrada violencia en el sojuzgamiento y la humillación de sus personajes, aunque se exprese de forma hilarante (rojo); hay una hipocresía social de cuño materialista en la reacción ante esa inocencia casi exasperante (amarillo), pero también brilla en la recurrente ineptitud práctica de cada uno de ellos, cierta iluminación especial y trascendente, un caprichoso resguardo angelical (celeste). Así lo he ido percibiendo, y con más claridad a medida que se sucedían las películas. Aquella visualidad reclamada por Lewis desborda en The Cinderfella, incluyendo encuadres sublimes y grandes desarrollos como la orquesta de Count Basie volviéndose hacia la cámara sobre una plataforma blanca y giratoria. De haber logrado una superior definición interna, esta podría haber sido la obra mayor del fecundo encuentro entre Lewis y Tashlin.
La colaboración entre ambos finaliza en 1964 con The Disordely Ordely (Un Caso Clínico en la Clínica), luego de pasar por The Geisha Boy (Tu, Kimi y yo 1958) y It s Only Money (Qué me importa el dinero 1962). La primera desaprovecha la presencia de Jerry en una clínica –con el previsible despliegue accidentado- y aparece más preocupada por reafirmar el tópico del torpe o inepto que finalmente vencerá sus limitaciones y obtendrá el éxito profesional o artístico. Un diseño que recibe su bautismo en That s my Boy (1947) de Hal Walker y tiene vasos comunicantes con The Patsy (1964) de Jerry Lewis, en tanto repite una refracción bifronte: asoma hacia el público como un mensaje optimista e inclusivo, pero a la vez replica una parábola que mima su propia elipse profesional, venturosa y privilegiada. It s Only Money (1962), de Frank Tashlin, a su vez, se emparenta con The Cinderfella (1960) y Who´s Minding The Store (1963), ambas dirigidas por Frank Tashlin, en cierta sátira del materialismo americano que fue especialmente apreciada –sin ninguna inocencia- en Francia. The Geisha Boy, que no deja de inscribirse en el aire culposo de la relación norteamericana con el Japón, forma línea con The Family Jewells (Las Joyas de la familia, ya del propio Lewis en 1965). La relación de identidad con los niños es el punto de enlace en esta película en la que Lewis encarna a seis personajes. Esta secuencia se inicia explícitamente en 1957 con Rock a Bye Baby, de la que hablaré sobre el final.
Voy llegando a The Ladie s Man de 1961, verdadera explosión estilística del Lewis director. Es una película lanzada, de curioso fasto escenográfico. Aquí encuentro claramente a Godard. Se desarrolla en buena parte sobre una escenografía pensada para ocupar la totalidad del encuadre. Son los tres pisos de una residencia cuya estructura se yergue en color blanco con una escalera central revestida de rojo. Hacia los laterales, la distribución trasparenta el interior de las habitaciones. La organización de las escenas trabajadas en esos espacios es netamente teatral. La cámara limita sus movimientos y vemos a los personajes subir y bajar la escalera, tanto como entrar y salir de las múltiples habitaciones. Las circulaciones, la gran cantidad de personajes, la simultaneidad de movimientos dentro del cuadro y la energía de los colores le confieren a ese diseño una riqueza cinematográfica. Lewis ha imaginado esa relación del movimiento con los espacios fusionando lo visual con lo narrativo
The Bellboy es el producto más genuino de Lewis. Computando que marcó su debut, advierto incluso que la obra posterior se contiene un poco respecto de esta sorprendente soltura inicial. Si The Nutty Professor es su marca superior, es porque alcanza una eficacia ecuménica y familiar al ojo de formación clásica. Pero la opera prima es la que mejor revela su apetito artístico. Y en todos los casos, cuando el decálogo del cine autoproclamado moderno reclama -entre otras cosas- trasparencia ficcional (cine confesando que es cine) allí tiene el final de The Patsy; cuando quiere preeminencia de lo visual sobre lo textual, le sobra en The Errand Boy o The Ladie´s Man; si valoriza especialmente la ruptura de la estructura narrativa clásica, puede embriagarse proyectando The Bellboy o Smorgasbord. En definitiva, cuando se quiera enseñar el cine moderno, que no falte Jerry Lewis.
Me enfoco para cerrar en Rock a Bye Baby (1958), otra película que hizo Jerry como productor bajo la eficaz dirección de Frank Tashlin. No lo puedo afirmar, pero el film sugiere la impronta de Lewis en ese desarrollo que resigna centralidad. Se aproxima a una suma de secuencias donde se privilegia lo inherente a cada una. Aquí Lewis es Clayton, un joven cuya bondad y candidez será nuevamente burlada. Carla (Marilyn Maxwell) antigua novia suya y actual “star” de Hollywood, da luz a trillizos fruto de una aventura. Evitando obstruir su carrera, aprovecha la inquebrantable devoción de Clayton para dejarlos bajo su cuidado. Dos elementos plantan en esta película una suerte de sinceramiento. Carla sustituye la función de Dean Martin, pero Clayton no se agravia de su suerte. El amparo a los trillizos no merece cuestionamiento ni protesta, e incluso ablanda a los más duros corazones del entorno. La abrumadora bondad de Clayton condensa al personaje total de Jerry Lewis y declara las claves irrenunciables de su tratamiento del mundo: El candor y la ternura. Este punto deviene recurrente si evocamos The Geisha Boy (1959) con el niño japonés que se prenda del torpe mago (Lewis), o el chofer de la niña en The Familiy Jewells (1965), donde Lewis encarna a 7 personajes
Ahora puedo notar lo difícil de aquella apuesta. Sin perjuicio de que en sus películas pueda encontrarse algún volumen crítico -natural del género- Lewis ha hurgado en el humor sin privilegiar el acento corrosivo. No ha cedido esa actitud ni ese punto de vista. Expuso la suerte de su “tonto” en la pantalla, jugándolo a la probable incomodidad de la crítica cinematográfica. Los franceses lo veneraron porque se impusieron ver en él una deseable caricatura del americano. Personalmente no lo encuentro completo en ese andarivel. Su objeto es más amplio, casi universal. Sus productos contienen un profesionalismo que no se adivina fácilmente, pero su flanco sentimental es claro y rotundo. La bondad de sus personajes es radical. Edifica perdedores tan logrados como tales, que terminan conmoviendo y seduciendo. Consiguen transformar a los otros y obtienen así el triunfo más genuino. Infiero que eso lo mantuvo con vida en un caro lugar de mi memoria. Ahora puedo ver con más claridad que él ha funcionado esencialmente desde lo afectivo. A sus admiradores no les gusta Jerry Lewis, más bien lo quieren. Desde ese arraigado lugar ha conseguido regresarme la niñez, o mejor, me ha recordado que no la he perdido del todo.
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